7 de abril de 2009

LA CUEVA DE LA LEZE

Menuda semanita por los Piris, nueve cañones en cinco días y aun nos faltaba el colofón a la aventura, que como habréis supuesto tan inteligentemente, se trata de la cueva/cañón del título (el próximo relato lo voy a escribir en formato adivinanza, a ver si lo acertáis de igual modo), pero bueno, al grano. En esos días, la climatología fue determinando nuestro rumbo a seguir, moviéndonos de un sitio para otro con la esperanza de disfrutar de los descensos sin pensar en rayos, truenos y trombas de agua, ya que de mano, nos había chafado todos los planes previstos y fabricados con tanto amor. En principio, teníamos pensado compaginar algunos buenos barrancos, Eriste, La Goufre D’enfer, como más importantes, con algunas ascensiones a las que habíamos echado el ojo tiempo atrás; la crestería de los Crabioules, Perdiguero, Taillon, etc, pero el puñetero tiempo, y mira que llevamos años yendo por allí, siempre nos toca las narices……un día bueno y tres horribles, ¡Me cago en tó! Acostumbrados a estos reveses, modificamos nuestras intenciones y decidimos atacar cañones de menor envergadura para evitar preocuparnos en demasía por las inclemencias meteorológicas. La ventaja de esta decisión fue la cantidad de preciosos descensos realizados. Después de trajinar por el pirineo aragonés y posteriormente desplazarnos a la sierra de Guara, metidos en el prepirineo, Paco Montesdeoca creyó conveniente largarnos de allí, así que buscamos refugio a mitad de camino entre Vitoria y Pamplona, con el tiempo más calmo y las intenciones de percutir en la cueva de la Leze.

Tomando la salida de Egino desde la Autovía y tras pasar el mencionado pueblo, alcanzamos un área recreativa de gran extensión al pie de la surgencia que mana de la cueva y, con la imponente boca de salida de la misma como regente y reclamo de la zona, plantamos el campamento base para la empresa que se llevaría a cabo al día siguiente. Un lugar perfecto para pasar la noche, con decenas de recovecos para dejar la furgo, agua potable, mesas y asientos, parrilla e incluso columpios para los más audaces. Cerveza no fue posible hallarla (hubiera sido la repanocha) pero ya nos habíamos encargado de este detallín con antelación y es que cuando queremos, somos más eficientes y previsores que los alemanes. En fin, todo un vergel donde explayar lo aprendido en el capítulo cinco de la Biblia del Buen Paisano: “Soltería forzada, causas y efectos. Justificación de procesos y conclusiones”. Con este pretexto, procedimos a montar el chiringuito desparramando todo el equipaje, pelearnos por buscar una u otra cosa, sacar las birras y el jale, libros, apuntes y cualquier cosa útil para hacer más llevadera la tarde. Algunas horas después, el cansancio acumulado en los días precedentes se fue abriendo paso, potenciado con la contundente cena y el jugoso lúpulo que traíamos a cuestas resolviendo, a tempranas horas por cierto, meternos en el sobre y descansar para afrontar con entereza la jornada vespertina.

No costó mucho esfuerzo levantarse por la mañana, de hecho, agradecimos madrugar. Parece ser que nuestra espalda no fue capaz de domar las irregularidades del raído colchón que llevábamos como lecho nupcial y enseguida nos brindó los buenos días a base de dolorosas palpitaciones lumbares. Una vez rehechos como seres humanos, esto es, desayunados, cagados y bien pertrechados, acometimos las duras rampas, que desde los primeros instantes, nos deberían acercar a la afilada divisoria de aguas donde nos recibiría un hermoso espectáculo, derivado de la amalgama de paisajes por los que tuvimos que transitar hasta meternos en faena. Así, desde los amplios páramos repletos de pastizales, pasamos a las ásperas laderas meridionales de la sierra donde predomina la roca descarnada, el monte bajo con las encinas como protagonistas y algunos de los arbustos pincha-patas que todos conocemos y que no se como carajo se llaman.

Una vez alcanzada la cimera del crestón calizo, dimos vista a la vertiente septentrional del crestón, una vasta extensión de bosque caducifolio acomodada a los agrestes contornos del terreno, haciéndosenos patente la poderosa influencia de un pequeño accidente del terreno, como es el caso de esta sierra, sobre el desarrollo de habitats completamente distintos en espacios muy reducidos al controlar la incidencia del sol, la retención de las nubes provenientes de la costa, etc, etc. A partir de esta escarpada ladera, en la que es necesario andar (o más correctamente destrepar) con mucho tiento, nos fuimos adentrando poco a poco en este frondoso bosque, (de tintes élficos) aprovechando ocasionalmente el potente e inclinado suelo de hojarasca para deslizar nuestros culos al suelo e improvisar unos cuantos toboganes que nos hicieron acortar el camino de llegada al sumidero. Éste fenómeno representa el punto de reunión de todos los regatos intuidos desde lo alto de la sierra (mirando hacia el Norte) bajo la imponente barrera caliza por la que se filtran. En total, tardaríamos una hora y cuarenta y cinco minutos en alcanzar el cauce del arroyo en las inmediaciones de la esbelta entrada, una altísima y estrecha diaclasa por donde se produce el paso al mundo subterráneo. Para acceder a ella, es necesario realizar un rápel, opcional, si se quiere hacerlo por el propio río a través de una bonita cascada (se trata del rápel más alto de toda la travesía, poco más de veinte metros) o bien en seco, desde una cornisa rocosa situada un poco más alta y casi en la vertical a la entrada. Nosotros, por supuesto, preferimos disfrutar del agua desde el inicio antes de darle a la iluminación eléctrica.

El tránsito a la oscuridad total se hace de forma gradual debido a la enorme boca que no solo se traga el agua, sino también la luz del sol, el aire… y de vez en cuando algún babayo que otro. Desde el primer momento, se van sucediendo resaltes y más resaltes, todos ellos de poca altura y bastante bien equipados. Los accesos a las cabeceras de las cascadas son seguros, con frecuentes pasamanos para cuando los caudales están alegres, por lo que la progresión se hace bastante dinámica, aun a pesar de disfrutar como enanos del agua y de la magnífica obra de ingeniería natural que es la Leze. Aunque todo el sistema sea escaso, por no decir nulo, en formaciones, nunca nos deja de asombrar el juego entre el agua y la roca…cómo algo tan duro como la roca y algo tan aparentemente endeble como es el agua se enfrentan durante miles y miles de años y al final siempre vence esta última….sin excepción. El único “pero” detectado a lo largo de toda la travesía es la otra obra de ingeniería (ésta artificial) que se desarrolló hace ya unos cuantos años y que supuso la instalación de una tubería metálica para la captación de agua y posterior generación eléctrica. En la actualidad, y desde hace bastante tiempo, esa tubería no está en servicio y debería haberse retirado en su totalidad y no, como está ahora, que tienes que sondear todas las recepciones a las pozas para evitar no escalabrarte con alguna pieza de la susodicha, pero bueno, tampoco está aquello como una chatarrería ni mucho menos…y la cosa se deja hacer sin problema, con cuidadín pero sin problema.

En total nos llevaría poco más de dos horas y media el comenzar a vislumbrar la luz del sol en el otro extremo de la cueva, quedando un único paso remarcable…un pequeño estrechamiento sumergido donde no te queda otro remedio que bucearlo para salir, algo muy del agrado de Justo, al que los sifones le ponen un poco nerviosillo. De todas formas, el paso es bastante corto y enseguida nos encontramos al otro lado del estrechamiento y muy cerca de salir del arroyo con el sol revitalizándonos por fin, después de una semanita bastante tímido.

Gracias al madrugón que nos pegamos, acabamos antes del mediodía y en reunión de emergencia, acordamos tirar pa Trubia, porque ya nos habían llegado a las pituitarias, los atrayentes aromas de la cocina de Ca’ Carmina, dando por finalizada así, la tradicional semana por los pirineos y sus alrededores (en esta ocasión).

ANGEL GARCÍA MADRERA