14 de enero de 2009

LA CUEVA DEL TINGANÓN

Después de mucho ajustar fechas y buscar el momento apropiado, por fin logramos concretar un día para realizar una actividad conjunta por las cercanías a Ribadesella (Cantia, Justo, Nerea y el que suscribe). Todo un éxito en cuanto a planificación, ya que nos cuadró perfectamente el día elegido. Teníamos el objetivo marcado desde hacía tiempo y encima, habíamos asegurado agua suficiente para disfrutarlo. Cantia sin exámenes, Nerea de vacaciones, Justo, porque no queda más remedio que sacarlo de casa, que si no se pone agresivo, y yo, ya se sabe… donde hay comida y buenos caldos, pues como un perrín. Por otra parte, no hubo ningún fallo logístico, no se nos olvidó nada de nada, incluso fui testigo (y pinche), en primera plana y con cara de asombro, de la preparación de los manjares postactividad… y yo pensando que lo de pasar hambre después de salir de un cañón o una cueva estaba estipulado por ley ¡Aleluya hermanos!

Ajustamos también llevar dos coches para evitar darnos un buen paseo por la Nacional desde Llovio hasta Santianes y hacer más cómoda la travesía. Hay que contar que para realizar el Tinganón tienes que ir hasta la aldea abandonada de Peme por una pista con unos tramos bastante jodidillos y, el conjunto acceso, descenso y retorno te puede llevar sobre cinco/seis horas en plan tranqui, por lo que la opción de dos coches satisfacía a todo el mundo.

Con todo preparado, nos levantamos temprano y comenzamos la rutina típica de estos días: Justo pasándose la salida de Santander, yo al paso pulga y martirizando los oídos de la copiloto, Justo adelantándome, yo martirizando los oídos de la copiloto, Justo repostando, yo martirizando los, ya enrojecidos, oídos de la copiloto, Justo vuelta a adelantarme y reírse de mí, yo… calladito ya ante las, (¿veladas?), amenazas de la copiloto (castración con desbrozadora, hambruna, celibato…).

Menos de una hora después tomamos la última salida de Ribadesella (desde la autovía) en sentido Llanes y coincidente con el desvío para ir a los Picos. En la primera rotonda, a la altura de Llovio, abandonas la carretera nacional y coges una carretera secundaria que muere, después de un giro de 180º, debajo de la autovía a la altura de unas cuadras, nada más pasar una fábrica de áridos o algo así. Dejamos allí uno de los coches con la ropa para cambiarnos después, preparamos las mochilas con todos los aparejos (seguíamos bien organizados) y tiramos a Santianes, para lo cual has de retornar a la rotonda anterior y enfilar la Nacional en dirección Arriondas/Cangas. Casi dos kilómetros después aparcamos el segundo coche e iniciamos el camino que sube a Peme, no sin antes haber departido con una simpática paisanina. Ésta, además de confirmarnos la ruta de subida, nos instó a no subir muy pa´rriba cuando nos vió el material. Supusimos que se refería a andar colgados por la peña con el consejo y le explicamos nuestras intenciones de bajar por la famosa cueva, algo que no debió quedarle muy claro puesto que se despidió diciéndonos que de todas maneras no subiéramos… muy pa´rriba.

Antes de iniciar nuestra andadura por la pista de subida, observamos como el arroyo que atraviesa el pueblo se hallaba bastante fuerte y desbordaba sus aguas a la altura de un pequeño puente donde habíamos dejado el coche. Animados por este dato, comenzamos el pateo y, a buen ritmo, alcanzamos las primeras y por cierto constantes rampas de la pista. En contra de lo que Justo y yo esperábamos, no escuchamos ningún tipo de queja, lamento o cagamento durante todo el recorrido de subida. Quizás alguna mirada, de esas que te taladran el cerebro como queriendo decir:

“Vuelve a decirme que ya casi estamos y te juro por Dios que duermes en el felpudo”.

Tardamos como una hora en hacer todo el tramo de subida hasta casi alcanzar el núcleo de la aldea. En la primera bifurcación de caminos tomamos el de la izquierda y empezamos el descenso para alcanzar el curso de agua que nos llevaría a la cueva. Tuvimos que cruzar una portilla y, un poco más adelante, nos encontramos con un paisano que nos permitió pasar por una zona de pasto para entrar con comodidad al arroyo. Avanzamos todo lo posible hasta una pequeña terracita donde no nos queda más remedio que cambiarnos los disfraces y ponernos los otros, los de neopreno, ya que el cauce comienza a encajarse y el contacto con el agua es inevitable. En este punto aprovechamos para hidratarnos un poco, picar algo y echar un pito (como veis la organización perfecta) antes de entrar en materia. Una vez listos metemos la directa y comenzamos el descenso.

La cueva del Tinganón, por si misma, se trataría de una pequeña travesía subterránea de poca entidad deportivamente hablando (geológica y paisajísticamente es disfrutona a tope) pero, gracias a Dios ¡Te alabamos señor!, el arroyo que atraviesa este sistema se encaja oportunamente, dando forma a dos zonas abarrancadas flanqueando la entrada y la salida de la cueva. La actividad, en conjunto, adquiere así, un cariz totalmente distinto y no deja indiferente a nadie.

La primera parte del curso de agua comienza a tomar forma progresivamente, aunque sus resaltes nunca superan los diez metros de altura, hasta alcanzar el murallón calizo que parece cegar el paso al río. Es muy curioso el encajamiento del cañoncito. Como un juguete, la gorga está muy bien formada pero sus paredes son bastante bajas, por lo que, frecuentemente, puedes asomar el cuezo a las playas de hierba y al pequeño bosque que delimitan el cauce, dando la impresión de un barranco a miniescala (“si no son micromachine no son los auténticos”). Esta característica fue determinante a la hora del avistamiento de un búho, al poco de iniciar la aventura, justo antes del segundo rápel. De una oquedad en el margen izquierdo, por encima de estas minúsculas paredes de piedra y al paso de Cantia, que en ese momento iba por delante, se levantó el pajarraco (de grandes dimensiones) pasando a escasos centímetros de su cabeza. Ella ni siquiera se enteró pero doy fe que si lo llega a ver le da un infarto.

Proseguimos a buen ritmo por este tramo, disfrutando del agua y sin percances hasta las inmediaciones de la cada vez más cercana y enorme pared de roca situada en frente de nuestras narices. Sin previo aviso, en un requiebro del arroyo, se nos presenta en toda su grandiosidad, la gigantesca entrada del Tinganón. Una oquedad enorme, agrandada con el paso de los años por el continuo colapso del techo, hace de antesala del oscuro mundo por donde se sume el juguetón arroyo. Decidimos hacer una parada técnica, rodeados de enormes bloques de roca con caprichosas formas en ocasiones, para cargar los carbureros, ponernos los frontales eléctricos y los más viciosos, darle al tabaco. Abastecida la patrulla, invitamos a las féminas a entrar al oscuro con nosotros, como los paladines de pueblo en las fiestas de prao.

El tramo subterráneo se desarrolla a favor de una fractura por donde el arroyo centra todos sus esfuerzos erosivos, siguiendo la trayectoria de este plano de debilidad. El resultado es una cueva con una galería principal sin apenas ramales secundarios, bastante recta y con una marcada tendencia hacia el noroeste. Se halla en una fase activa, con el pequeño arroyo trabajándose la caliza día a día, por lo que no presenta muchas de las formaciones que normalmente embellecen las paredes de un furacu. Tampoco se caracteriza por poseer unas dificultades dignas de mención lo que la hace apta para cualquier tipo de público… salvo los reumáticos y los forofos del Madrid (éstos suelen sufrir en los estrangulamientos de la cueva). De cualquier forma el paseo por los oscuros se hace muy agradable (que no solo de estalactitas vive el hombre), sobretodo por la presencia del agua y de sus capacidades para moldear la roca.

En breve espacio de tiempo flanqueamos asombrados la colosal boca de salida, de dimensiones brutales, dejándonos envolver por una luminosa mata de bosque, guarda y custodia durante el resto de la actividad de ese día. A partir de aquí el torrente vuelve a ponerse guerrillero, incrementa su energía y precipita sus aguas a lo largo de varias cascadas, alguna de ellas de más de diez metros, hasta alcanzar zonas más tranquilas en las cercanías a su confluencia con el río Sella. Decidimos abandonar el cauce una vez localizado un evidente sendero, y, sin perdida, directos al primer coche. Con la rapidez que merece una situación como la inanición aguda, nos cambiamos, buscamos el segundo coche y en un área de recreo situado en la rotonda mencionada más arriba, procedemos a eso que comentaba más arriba todavía. Comimos, en cantidad y bebimos, en menos cantidad (ya se sabe…al volante ni una gota y sino te lo recuerdan los del partido ecologista, esos…¿Cómo se llaman? Ah, “Los Verdes") y desde allí, pa casa que nos daban los lunnis.

ANGEL GARCÍA MADRERA